Por Rubén Dri *
El 19-20 de diciembre del 2001 los sectores aplastados y humillados por el capital financiero y especulativo salieron al espacio público, a las calles, a las plazas al grito de “¡Que se vayan todos, que no quede ni uno solo!”. Fueron días y días en los que una multitud, para alegría de Toni Negri, recorrió las calles de Buenos Aires, marchó a Plaza de Mayo, se reunió frente a la corrupta Corte Suprema de Justicia y se reunió en asambleas en las que se debatía todo. Era la finalización de un ciclo, el quiebre de un proyecto, mejor dicho de un plan, nada menos que del plan neoliberal aplicado a rajatabla en los ’90 por el menemismo y llevado a su terminación por la alianza que llevó a De la Rúa a la Presidencia. Esa gran pueblada rompía todos los límites. Ya no había más organización, estructuras, representaciones, cámaras legislativas, Poder Ejecutivo. Era como un río que se sale de madre, rompe los diques y las aguas se llevan todo por delante. ¿Había pasado antes algo parecido? Tanto el pueblo argentino como en general los pueblos siempre han protagonizado luchas, puebladas, pero la del 19-20 de diciembre fue de otro tipo, algo que hasta el momento no se conocía.
¿Dónde se encuentran la diferencia o las diferencias fundamentales con otras luchas como las protagonizadas en los ’60-’70, las de los trabajadores patagónicos o la “semana trágica”? Entre las numerosas diferencias, menester es destacar una fundamental que hace a la pueblada que comentamos “única” y que ahora pasa a ser “primera”, porque el fenómeno se está repitiendo en los márgenes del primer mundo. La diferencia fundamental se encuentra en el significado del ¡que se vayan todos!, porque lo que se planteaba era sólo la negación, sin la alternativa correspondiente. Hegel diría que se producía de esa manera la primera negación y si a continuación no se realizaba la segunda negación, el resultado era el infinito malo, es decir, la sucesión ininterrumpida de primeras negaciones que terminaría en la disolución. Es lo que en gran parte sucedió. Pero ¿qué significa la segunda negación? Para responder tal vez sea necesario, en primer lugar, clarificar el significado de la primera negación. Esta consiste en la destrucción o la ruptura de la realidad que es necesario cambiar. Estamos hablando de la realidad en sentido fuerte, la que corresponde a los sujetos en el entramado de sus relaciones económicas, sociales, políticas, culturales, religiosas. Esas relaciones son a veces tan desiguales que los que sufren la desigualdad no la soportan más, quieren destruirlas. Se produce entonces la negación de esas relaciones, la primera negación, destrucción de dichas relaciones. La destrucción o negación en un primer momento, nunca es completa. Quedan más que resabios de la desigualdad o, en otros términos, de la opresión. Se suceden entonces negaciones o destrucciones en un proceso que termina por agotarse y, en consecuencia, se revierte la situación.
Para que ello no suceda se requiere la segunda negación o negación de la negación. Si la primera negación es destrucción, la segunda es destrucción de la destrucción, es decir, construcción. En otros términos, la segunda negación es el proyecto de la nueva realidad que debe sustituir a la que se ha destruido. El proyecto alternativo al neoliberal debía ser necesariamente un proyecto político, una nueva organización de todo el entramado social. Allí estaban las asambleas que, como hongos después de la lluvia, se esparcían por todo el perímetro de Buenos Aires y de muchas otras ciudades del país. Pero ¿qué es lo que predominaba en las asambleas? El rechazo visceral a los políticos que se llevaba puesta también a la misma política, lo cual era comprensible. Lamentablemente, ese rechazo no pudo ser superado en los casi dos años que duró la experiencia masiva asamblearia. A ello contribuyó la concepción de la “multitud” de Negri y la idea peregrina de la transformación del mundo sin poder de John Holloway.
Es un hecho que el espacio de asambleas autónomas que logró realizarse se desgranó como las cuentas de un rosario a las que se les rompió la cadena que las mantenía unidas. De esas asambleas sólo quedan algunas que no sólo duraron, sino que crecieron sobre todo en lo cualitativo. Se suele decir que el colapso asambleario se debió a la presión de los denominados partidos de izquierda que interpretaron el fenómeno como un espacio propio, es decir, un espacio para bajar sus consignas. Efectivamente, las asambleas en las que dichos partidos tuvieron participación importante pronto desaparecieron. En consecuencia, es cierto que ésa fue una de las causas que contribuyeron al colapso de las asambleas. Pero es una realidad que las asambleas que llegaron a construir el espacio de las asambleas autónomas no estaban bajo la presión de los partidos de izquierda. Es necesario buscar en otro lado la causa o las causas de su implosión, y es necesario buscarla en la misma concepción y en la práctica de las asambleas.
La lectura que hacían los actores de la pueblada sobre la destrucción que había provocado el neoliberalismo implicaba el rechazo a toda representación. Habíamos dejado la política en manos de los representantes, miembros de los partidos políticos. Ahora nadie nos va a representar más porque hemos sido traicionados. Esta concepción surgía espontáneamente y recibía la aprobación y fundamentación por uno de los intelectuales que aparece como el verdadero intérprete de lo que nos estaba pasando. Es Toni Negri, quien asegura que el verdadero protagonista ahora no es algo así como la clase o el pueblo, sino la multitud, ésa que se había levantado a la voz del ¡que se vayan todos!, llegaba a Plaza de Mayo en sucesivas oleadas, se reunía en la esquinas, las plazas y los parques. Esa multitud estaba formada por individualidades que no son representables.
Menester es tener en cuenta que la explosión de una pueblada siempre es un momento excepcional en el que se logra la conjunción-superación privilegiada del eros y el logos, el sentimiento y la razón. Son los momentos en los que se abre el horizonte y todo parece posible. Es la gran utopía que se hace presente. De ahí en más es esa utopía la que moverá al pueblo en sus movimientos. El peligro es confundir esa utopía con los proyectos concretos mediante los cuales serán posibles aproximaciones sucesivas. La utopía rompe todos los límites, pero sin límites es la nada. Darse límites es darse forma, es conformarse. Cada límite señala un más allá que invita a ser alcanzado. El sujeto, en este caso el pueblo, que ha roto todos los límites, si no se da a sí mismo los nuevos límites, éstos les serán impuestos desde fuera. Es lo que sucedió en todos los casos de los que se dice que la revolución fue traicionada. Todo sujeto, ya sea el sujeto individual que es cada uno, como el sujeto colectivo, sólo puede crearse como sujeto si sabe ponerse límites, ciencia que el infante aprende guiado por sus padres. Cuando los movimientos que irrumpieron haciendo tabla rasa con todos los límites no fueron capaces de ponerse nuevos límites, éstos llegaron desde fuera. Es así como la revuelta del Mayo Francés, que tanto prometió, terminó en los límites que le impuso el gaullismo.
El ¡que se vayan todos! del 2001 tampoco pudo en un primer momento comenzar el movimiento de ponerse los nuevos límites, es decir, darse una organización que pudiese implementar lo que estaba implícito en el slogan. Los límites vinieron de fuera. Los impuso el duhaldismo. A diferencia de lo que sucedió con el Mayo Francés, cuando los límites del gaullismo quedaron firmes, en nuestro caso, en el 2003 llega al gobierno un “desconocido” patagónico que, para sorpresa de la gran mayoría, comienza a dar las respuestas por las que tanto se había luchado desde abajo, desde los organismos de derechos humanos, movimientos sociales, asambleas. Se bosquejaba, de esa manera, la segunda negación, es decir, un proyecto de país que se encontraba implícito en el ¡que se vayan todos! Los límites parecían venir de fuera, pero en realidad ese “afuera” no era más que el que socráticamente hacía aparecer los límites implícitos en el ¡que se vayan todos!
La devastación que arrasó nuestra tierra latinoamericana hizo lo propio con la tierra europea, especialmente con los que podemos denominar países de segunda, muy semejantes a los del Tercer Mundo, como Grecia, Irlanda, España, aunque ésta e Italia se crean de un Primer Mundo opulento. El movimiento de los indignados amenaza con romper todos los límites, pero hasta el momento no logra hacerlo. Los límites sólo son dañados y, en consecuencia, pueden ser reparados. Es lo que está sucediendo.
A diez años de la gran pueblada del 2001 y de la explosión de las asambleas, nos encontramos en una etapa de reconstrucción del país que el arrasador proyecto neoliberal había destruido. La experiencia de las asambleas no fue en vano. Lo mejor de dicha experiencia hoy se expresa en construcciones sociales de diverso tipo que conforman un entramado social de base que es fundamental para que el proyecto nacional sea realmente popular. El espacio abierto por la gran utopía expresada en las asambleas se ha ido llenando con proyectos concretos, con los límites que el mismo pueblo se ha ido dando. Los desafíos son muchos, las contradicciones no faltan, “estamos haciendo camino al andar”.
* Profesor consulto de la Facultad de Ciencias Sociales (UBA).
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