El 6 de agosto de 1945, la ciudad japonesa de Hiroshima, situada en Honshu, la isla principal del Japón, sufrió la devastación, hasta entonces desconocida, de un ataque nuclear. Ese día, cerca de las siete de la mañana, los japoneses detectaron la presencia de aeronaves estadounidenses dirigiéndose al sur del archipiélago; una hora más tarde, los radares de Hiroshima revelaron la cercanía de tres aviones enemigos. Las autoridades militares se tranquilizaron: tan pocos aviones no podrían llevar a cabo un ataque aéreo masivo. Como medida precautoria, las alarmas y radios de Hiroshima emitieron una señal de alerta para que la población se dirigiera a los refugios antiaéreos.
A las 8:15, el bombardero B-29, “Enola Gay”, al mando del piloto Paul W. Tibblets, lanzó sobre Hiroshima a little boy, nombre en clave de la bomba de uranio. Un ruido ensordecedor marcó el instante de la explosión, seguido de un resplandor que iluminó el cielo. En minutos, una columna de humo color gris-morado con un corazón de fuego (a una temperatura aproximada de 4000º C) se convirtió en un gigantesco “hongo atómico” de poco más de un kilómetro de altura. Uno de los tripulantes de “Enola Gay” describió la visión que tuvo de ese momento, acerca del lugar que acaban de bombardear: “parecía como si la lava cubriera toda la ciudad”.
Tokio, localizado a 700 kilómetros de distancia, perdió todo contacto con Hiroshima: hubo un silencio absoluto. El alto mando japonés envió una misión de reconocimiento para informar sobre lo acontecido. Después de tres horas de vuelo, los enviados no podían creer lo que veían: de Hiroshima sólo quedaba una enorme cicatriz en la tierra, rodeada de fuego y humo.
Tres días más tarde, sería Nagasaki la ciudad japonesa que dejaría una cicatriz imborrable, en la triste historia de la humanidad.
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